Nota
Continuamente citada y con frecuencia malinterpretada, su obra es una de las más influyentes y enigmáticas del siglo XX. Apenas 70 páginas fueron suficientes para revolucionar la historia de la filosofía. Por Gabriel Arnaiz
A pesar de lo que podría pensarse por su brevedad, no es una obra fácil. Se asemeja a un breviario religioso, cuyas frases hay que meditar para encontrar el “sentido oculto”. Está compuesto por siete aforismos principales (numerados del uno al siete) ordenados de menor a mayor importancia, y seguidos a su vez de aforismos complementarios (también numerados: 1.1, 1.2,… 2.01, 2011, 2021…) a modo de observaciones o comentarios de los aforismos principales, sin que este vínculo argumental esté claramente definido. Nos encontramos, pues, ante un texto críptico y abstruso, cuya estructura y estilo dificultan su comprensión. Por eso, durante mucho tiempo, esta obra ha sufrido malentendidos e interpretaciones erróneas, especialmente al principio, cuando los positivistas lógicos del Círculo de Viena lo convirtieron en su libro de cabecera, dejando a un lado su parte “mística” (y a juicio del autor, la más importante). Él mismo era consciente de la dificultad de su obra y por eso escribió en el prólogo: “Posiblemente sólo entienda este libro quien ya haya pensado alguna vez por sí mismo los pensamientos que en él se expresan o pensamientos parecidos”. Y en una carta de 1918 a su mentor, Bertrand Russell, llega a decirle: “He escrito un libro que contiene todo mi trabajo de los últimos seis años… De hecho, no lo entenderás sin una explicación previa, ya que está escrito en forma de observaciones harto cortas. (Esto significa, por supuesto, que nadie lo comprenderá; a pesar de que creo que todo él es claro como el cristal)”.
Mejor callar
El aforismo más conocido del Tractatus, y probablemente el más importante, es el último, y que en cierta medida funciona como clave hermenéutica para interpretar todo el libro: “7. De lo que no se puede hablar hay que callar”. Y prosigue: “el libro quiere, pues, trazar un límite al pensar o, más bien, no al pensar, sino a la expresión de los pensamientos: porque para trazar un límite al pensar tendríamos que poder pensar ambos lados de este (tendríamos, en suma, que poder pensar lo que no resulta pensable)”. Wittgenstein se propuso reflexionar sobre los límites de lo que podemos pensar, y especialmente de lo que podemos pensar con palabras, y por eso defendió que lo que podía pensarse con palabras podía ser dicho claramente y sin ambages en un lenguaje lógico (“4. El pensamiento es la proposición con sentido”), mientras que sobre lo que no podíamos pensar con palabras de manera lógica (es decir, las cuestiones éticas, estéticas o religiosas, en realidad, las verdaderamente importantes), era mejor guardar silencio, pues solo producirían frases sin sentido (o pseudoproposiciones).
Pero que no tengan sentido no significan que no sean importantes, pues como dice el filósofo austriaco: “Sentimos que aun cuando todas las posibles cuestiones científicas hayan recibido respuesta, nuestros problemas vitales todavía no se han rozado en lo más mínimo. Por supuesto que entonces no queda pregunta alguna; y esto es precisamente la respuesta”. La solución a nuestros problemas filosóficos es la disolución de los mismos (de ahí la concepción “terapéutica” de la filosofía): la toma de conciencia de que estos no tienen sentido o están mal formulados, y por mucho que nos esforcemos, no vamos a poder abordarlos de manera inteligible con el lenguaje.
Lógico y místico
En cierta medida, podemos considerar a Wittgenstein como un lógico que se convierte en místico, una especie de Pascal contemporáneo. Es decir, alguien con grandes conocimientos de matemáticas y lógica que se da cuenta de que solo con ellas no puede solucionar los problemas fundamentales, y por ello se refugia en la mística. Algunos de sus aforismos tienen la fuerza de las mejores máximas de los filósofos clásicos. Por ejemplo, el que dice: “Está claro que la ética no resulta expresable. La ética es trascendental. (Ética y estética son una y la misma)”, tan parecido al de Heráclito: “El camino recto y el tortuoso son uno solo y el mismo”. O aquel otro que afirma que “la muerte no es un acontecimiento de la vida. No se vive la muerte”, y que remite a la máxima de Epicuro de que “la muerte no es nada para nosotros, pues cuando nosotros estamos, la muerte no está, y cuando la muerte está, nosotros no estamos”. O el aforismo que dice que “nuestra vida es tan infinita como ilimitado nuestro campo visual” y que recuerda la recomendación de los estoicos de contemplar nuestra vida desde el punto de vista de Dios o de la eternidad.
Tirar la escalera
Wittgenstein utiliza la metáfora de la escalera para explicar la función terapéutica de su filosofía: “Mis proposiciones esclarecen porque quien me entiende las reconoce al final como absurdas, cuando a través de ellas –sobre ellas– ha salido fuera de ellas. (Tiene, por así decirlo, que arrojar la escalera después de haber subido por ella.) Tiene que superar estas proposiciones; entonces ve correctamente el mundo”. Para él el objetivo de la filosofía es “la clarificación lógica de los pensamientos”. La solución de los problemas consiste en su disolución; en descubrir que solo son pseudoproblemas y que no pueden solucionarse claramente, puesto que “lo que puede ser pensado, puede ser pensado claramente”. Lo único que podemos hacer con lo que no podemos pensar y decir claramente es mostrarlo. Según reconoció en el prólogo del Tractatus, “el libro trata los problemas filosóficos y muestra –según creo– que el planteamiento de estos problemas descansa en la incomprensión de la lógica de nuestro lenguaje” (algo que sin duda habría compartido Nietzsche). De ahí que considere que “la mayor parte de los interrogantes y proposiciones de los filósofos estriban en la falta de comprensión de nuestra lógica del lenguaje… Y no es de extrañar que los más profundos problemas no sean problema alguno”. ❖ Gabriel Arnaiz