La frase elegida quizá no sea la más hermosa del poema eterno De rerum natura (De la naturaleza de las cosas), pero sí es una puerta de acceso propicia para internarse en sus profundidades. A los ojos del lector actual, la afirmación puede decir algo que el propio Lucrecio (99 a. C.–55 a. C.) jamás diría. Pero las frases no flotan en el vacío, se leen desde una situación hermenéutica determinada. Por eso, es preciso que el lector se sumerja en la de este poeta romano y se deje llevar. Los frutos del viaje bien lo valen.
Epicuro: el hombre que nos liberó de los dioses
Volviendo a la puerta de entrada: «¡A tantos crímenes pudo inducir la religión!», ¿aué quiere decir exactamente? Para saberlo, debemos mencionar de quién es Lucrecio alumno, ya que De rerum natura recoge la exposición del pensamiento de Epicuro –que vivió del año 341 a. C. al 270 a. C.– y de los atomistas griegos Leucipo (siglo V a. C.) y Demócrito (460 a. C.– 370 a. C.). Epicuro creía que el universo era infinito, y que este albergaba dentro de sí un número infinito de mundos finitos. Uno de esos mundos era habitado por los dioses. En él, las divinidades se dedicaban a disfrutar de su naturaleza y su vida se resumía en una felicidad plena. Así, el mundo de los hombres era para ellos invisible. Lo que significa que lo que en la Tierra pasara les daba, literalmente, igual.
Lo que Epicuro dice implica dos cosas. La primera, que los mismos dioses no son creadores; es más, ellos mismos son obra de la Naturaleza. La segunda va más lejos, ya que, al afirmar que los dioses viven “de espaldas” a nosotros, se niega la creencia de que ellos observan nuestro comportamiento para castigarnos o premiarnos. Así, el hombre ha quedado liberado de todo juez que no sea él mismo. Ahora bien, Epicuro sí admitía la importancia de la religión, ya que pensaba que esta ayuda a mantener unida a la comunidad.
Contra el maestro, contra la religión
Lucrecio no solo es un alumno fiel de Epicuro, es un completo admirador. Y así, en los primeros versos del libro III se lee: «Desde el fondo de la noche alzaste tu antorcha/ y fuiste el primero en iluminar los verdaderos bienes de la vida./ A ti, oh gloria de Grecia, es a quien deseo seguir,/ y poner mi huella sobre la huella de los tuyos». Pero tal vez el deseo de Lucrecio de poner “su huella sobre la huella” de Epicuro no podía del todo realizarse, y la primera rectificación que el alumno hace al maestro tiene que ver precisamente, con la religión. Porque si bien Lucrecio mantiene la doctrina epicúrea sobre los dioses, sobre su naturaleza y completa indiferencia ante los asuntos humanos, al contrario que el maestro ataca sin miramientos a la religión: embriaga a los hombres de fanatismos y conduce a la violencia. Ahora se podrá entender por qué al leer «¡A tantos males pudo conducir la religión!», hay que andarse con cierta cautela interpretativa, ya que no es hija de un ateo, sino de alguien cuyas ideas, a día de hoy, nos pueden parecer paradójicas: los dioses existen, pero como lo que nos pase les da igual, toda religión –todo hablar de ellos como jueces que premian o castigan– es hablar de más.
«Oculta tu vida»
Esto es lo que Epicuro recomendaba a sus seguidores como fórmula más propicia para vivir, dentro de lo posible, libre de las opiniones, miradas y cuchicheos. Pues bien, parece que nuestro poeta romano, Lucrecio, la siguió al pie de la letra, ya que de su vida poco o nada se sabe. Nació en el 99 a. C., con el nombre de Tito Lucrecio Caro, en el seno de una familia noble. Vivió bajo el gobierno de Sila y Mario, en medio de una guerra civil que se conoció como la de los cien años. Fue contemporáneo de Cicerón –que, por cierto, fue su editor–, Espartaco, Pompeyo y Julio César. Y se movió en la Roma de la última época republicana. La fecha de su muerte es discutida, pero la mayoría de los estudiosos creen que fue en el 55 a. C. De ser cierta, murió con 44 años. Sobre la causa nada se sabe, pero la versión más extendida es la que en el siglo V dio San Jerónimo: «Titus Lucretius, el poeta, se volvió loco a causa de un filtro de amor; en los intervalos de su enfermedad escribió algunos libros que Cicerón corrigió; luego, se dio muerte por su propia mano, a sus 44 años». Como se puede ver, el triunfante cristianismo que vendría no mucho después de la muerte de Lucrecio le identificó como enemigo y dispuso contra él su maquinaria: se le acusa de loco, se dice que su obra no es otra cosa que el fruto de un perturbado, y para remate, se pone sobre su espalda uno de los peores pecados que el cristianismo conoce: el suicidio.
La Naturaleza como pregunta
Cuando Lucrecio acusa a la religión de ser inductora de crímenes, lo hace en un doble nivel. El primero tenía que ver con la moral y la sociedad. El segundo hace referencia a cómo la religión pretende dar respuesta a la pregunta que la Naturaleza plantea. Hasta ese momento, todo lo que en ella ocurría tenía como causa la voluntad divina, la acción de esas divinidades que configuran el panteón romano. Frente a una explicación –no digamos irracional, pero sí mitológica– de los fenómenos naturales, Lucrecio propone una basada en la razón, que no es otra que la de los atomistas griegos Leucipo y Demócrito. Siguiendo a estos pensadores, nos dice que todo está compuesto por dos principios: los átomos y el vacío. Los átomos son cuerpos diminutos, invisibles al ojo humano, que movidos por distintas fuerzas en el espacio vacío, conforman los objetos y seres que vemos. De estas pequeñas unidades que conforman la realidad, Lucrecio nos dice que son indivisibles, eternas, y que actúan en un espacio infinito. Así lo explica en unos de sus versos: «Cuando el sol penetra en nuestras oscuras habitaciones,/ ves flotar, en el haz de luz, mil partículas de polvo,/ que se agitan en todas las direcciones,/ y como soldados de una guerra eterna/ libran entre ellos bellas batallas,/ sin concederse tregua y en agitación incesante,/ a merced de los reagrupamientos y las separaciones…/ Puedes imaginar así cómo es el eterno movimiento/ de todos los cuerpos primeros en el vacío infinito».
La verdad puede ser hermosa
Pero la crítica a la religión, no será la única desviación que Lucrecio haga de la doctrina de Epicuro. Habrá otra, y si bien la primera le vale la condena de los cristianos, la segunda desviación será lo que salve para siempre al poema del olvido. La desviación es precisamente esa: ser un poema. Para Epicuro, la poesía era el medio de expresión propio del mito, mientras que el de la filosofía era la argumentación. Lucrecio, consciente de estar desobedeciendo a su maestro, se obliga a dar cuentas, y dice: «Así como los médicos, al administrar a los niños/ la repugnante absenta, impregnan primero/ el borde de la copa con rubia y dulce miel,/ y el niño incauto, con agrado en los labios,/ apura hasta el final el remedio amargo,/ y engañado, por su bien, poco a poco va sanando…/ Así hago yo ahora. Pues sé que nuestra doctrina/ parece demasiado amarga para quienes no la probaron/ y la gente se aparta de ella con horror. Por eso/ te la voy a exponer en la lengua de las Musas,/ toda impregnada de dulce miel poética./ He querido con mi canto seducir tu espíritu/ el tiempo que requiera el único remedio útil:/¡El conocimiento de todas las cosas!».
Lucrecio defiende que la verdad, además de ser verdad, puede también ser hermosa. Y esta belleza que supo imprimir en su pensamiento será la que permita que De rerum natura haya llegado hasta nosotros. Porque si bien los monjes veían en la filosofía de Lucrecio a un enemigo directo de su fe, también veían que los versos que la expresaban constituían una lección magistral de la belleza y fuerza expresiva del latín. Ese valor estético lo salvará.
Potenciar el placer
Estamos ante un pensamiento que tiene una finalidad puramente práctica, una finalidad que podemos resumir en un doble principio: liberar a los hombres del miedo y potenciar el placer. Con lo segundo es preciso tener, una vez más, cautela interpretativa, ya que, cuando se habla de hedonismo, que era la filosofía que Epicuro conforma y Lucrecio continúa, suelen surgir equívocos. El primero de ellos, y principal, es asociar hedonismo con la búsqueda, a cualquier precio, del placer. Para entender que esto no es así, basta decir que Epicuro fue un filósofo al que una mala salud acompañó toda su vida. En consecuencia, lejos de hacer un sistema vital basado en el exceso, generó uno basado en la cautela. Sí, la felicidad está en el placer, pero los placeres que nos interesan son aquellos que no dejan tras de sí ni vacío ni dolor, y a los que no preceda ninguna ansiedad. De estos placeres no violentos, los elegidos por Epicuro serán la amistad, la investigación filosófica, la naturaleza, un uso moderado tanto de la comida como de la bebida y, por supuesto, el placer de la carne.
La muerte no es nada
Ni uno de los grandes temas de la filosofía le es ajeno al poema de Lucrecio: religión, placer… Toca hablar de la muerte. Sobre ella, Lucrecio sigue una vez más la respuesta de Epicuro: «La muerte nada es para nosotros, porque, mientras nosotros existimos, la muerte no está presente, y cuando está presente, somos nosotros los que no estamos. Por tanto, la muerte no tiene nada que ver con los vivos ni con los muertos, justamente porque no tiene nada que ver con los primeros, y los segundos ya no existen». Lucrecio, en su poema, suscribirá una por una estas palabras. El hombre es mortal, pero, por definición, nuestra muerte es algo que no podremos vivir. ¿Por qué temerla entonces? Pero en De rerum natura se lleva el argumento aún más lejos: lo que la muerte trae es algo que ya conocemos y por eso no debemos temerlo. Al mirar la Historia y los acontecimientos que la conforman, vemos que nosotros no estábamos ahí, que no éramos nada, y que aquel tiempo en el que nosotros no existíamos se caracteriza por ser una ausencia absoluta, una ausencia libre tanto de miedo como de sufrimiento. Así lo cuenta Lucrecio: «La muerte no es nada para nosotros, ni en nada nos afecta,/ porque nuestro espíritu es por entero de naturaleza mortal./ Al igual que en el pasado no sufrimos nada en absoluto/ cuando los cartagineses se abalanzaron sobre Roma […],/ Así también, a nuestra muerte, cuando el cuerpo y el espíritu/ rompan la unidad viviente que nos constituye,/ nada podrá entonces acaecernos, a nosotros/ que ya no seremos, ni estimular nuestros sentidos,/ ni siquiera el fin del mundo, en que tierra y cielo se mezclen…/ Porque para que pudiera darse algún dolor futuro,/ necesitaríamos, para sufrirlo, seguir estando vivos./ Porque la muerte lo excluye al suprimir precisamente/ a quien se supone que habría de padecerlo,/ es evidente, pues, que nada hay en la muerte que temer,/ pues quien ya no existe no puede padecer desdicha,/ y que ya no importa el haber nacido o no/ si la muerte inmortal nos ha arrebatado la vida mortal». ■ Gonzalo Muñoz Barallobre