Siguiendo con la mencionada clasificación, los primeros –los filósofos acomodaticios– siempre son recompensados por sus obras, mientras que los segundos son tratados como lo que son: personas molestas, incómodas e incorrectas que deben ser perseguidas. Giordano Bruno no es que pertenezca a estos últimos, es que bien podría ser su patrón. Un patrón laico cuya vida, cuya leyenda, ilumina a los hombres y a las mujeres que aún están dispuestos a generar una nueva forma de ver el mundo y de relacionarse con él.
Un niño que va por libre
Bruno nació en Nola, en el reino de Nápoles. Fue el fruto del matrimonio entre un soldado al servicio de la corona Española y de una mujer cuyo nombre aún sorprende: Fraulissa Savolino. Vio por primera vez la luz de este mundo en el año 1548, pero bajo un nombre que para la mayoría es tan desconocido como su justificación: Filippo, en honor a Felipe II, al Emperador al que el padre de la criatura servía con diligencia y fidelidad. El nombre que todos conocemos, Bruno, fue impuesto en su ordenación en honor al antiguo prior del convento en el que el nolano tomó los hábitos.
De su infancia se conoce que estuvo marcada por la soledad y la melancolía. Era un niño inadaptado que solo encontraba consuelo paseando, escribiendo y hablando con el monte que coronaba su pueblo, el Cicala. En cuanto tuvo edad de iniciar sus estudios, y gracias a que los soldados tenían ciertos privilegios a la hora de dar a sus hijos una buena educación, su familia le envió a Nápoles, una ciudad en la que la vida intelectual, comercial y cotidiana era un auténtico hervidero. Algo lógico, cuando se sabe que aquella urbe, con unas 250.000 almas, era una de las más masificadas de Europa.
El sitio en el que Bruno se instala es el Monasterio de San Domenico, en cuya orden ingresará en 1565, se hará sacerdote en 1572 y bajo cuya enseñanza llegará a ser Doctor en 1575. Hasta aquí nada raro, salvo algunos episodios menores en los que ya Bruno enseñó los dientes a sus hermanos dominicos. El más significativo, cuando el nolano sacó de su celda un cuadro del obispo Antonio de Florencia y otro de la Virgen: un gesto que tenía cierto tufo a protestantismo, ya que los religiosos italianos sentían una devoción absoluta por ella.
Herejía y huida
Nada más estrenar su posición de Doctor –no llegará al año–, Bruno empieza a verse en el derecho de decir lo que piensa, que no es otra cosa que poner en duda dogmas vertebrales del catolicismo: la Encarnación, la existencia del Infierno y el Purgatorio y la divinidad de Cristo. El resultado son dos acusaciones de herejía que le harán huir rápidamente de Italia y comenzar una peregrinación por Europa.
Destacan sus estancias en Ginebra, ahí conoce de primera mano el calvinismo; en París, en donde dice abiertamente ser copernicano y neoplatónico; Toulouse, en cuya universidad imparte durante dos años clases; y, finalmente, Inglaterra, país que le acoge con generosidad –en Londres vive en la casa del embajador de Francia–, y que le brinda la posibilidad de publicar sus principales obras; todas ellas, por cierto, escritas en italiano, algo completamente atípico en una época en la que el latín era lengua obligada, por lo menos entre los intelectuales católicos.
El pensamiento de Giordano Bruno destaca por una provocadora combinación, que mezcla distintas escuelas y teorías, aunando pasado, presente y futuro de una forma tan compleja como inclasificable. Así, en su filosofía identificamos influencias directas del pitagorismo, del neoplatonismo (Plotino), de la teoría copernicana, del atomismo griego (Demócrito y Lucrecio), de la teología y mística medieval (Scoto Erígena y Nicolás de Cusa), del averroísmo y de las corrientes herméticas que habían aflorado en el Renacimiento (Hermes Trimegisto).
Tres nociones básicas
Resumir la filosofía de Bruno no resulta fácil: es demasiado rica y está llena de matices, pero sí es posible identificar tres líneas principales: infinitud de los mundos, monismo y animación universal.
La primera tiene que ver con su apuesta por la teoría copernicana; ahora bien, Bruno la lleva más lejos de lo que jamás lo habría hecho el propio Copérnico, y si lo hace es porque ha leído un libro decisivo para él De la Naturaleza de las cosas, de Lucrecio, ya que igual que este poeta romano, Bruno postula que el universo es infinito y que a su vez está formado por infinitos mundos. No es que la Tierra no sea el centro del sistema solar, es que ni siquiera el sistema solar es centro de nada. Así, el mismo eje de la teoría copernicana, el Sol, no es otra cosa que una de las infinitas estrellas que iluminan y calientan las infinitas Tierras que el universo alberga.
Si decimos que la filosofía del nolano es monista, es porque para él solo hay una única sustancia que se manifiesta de distintas formas. Al decir esto, el universo y Dios quedan identificados: ni el mundo es externo a Dios ni este está por encima del mundo. Una identificación que acerca peligrosamente el pensamiento de Bruno al panteísmo; peligrosamente porque entonces esta era una posición intelectual severamente perseguida por la Iglesia, ya que entre ella y el ateísmo no hay tanta distancia.
En lo que se refiere a la animación universal, se nota la influencia directa de Platón, los neoplatónicos y la tradición hermenéutica. Se resume en la idea de que le universo es un todo interconectado que se define por estar vivo, incluyendo los seres inanimados.
La condena del fuego
De vuelta a su biografía, desde Londres, bajo el amparo del embajador de Francia, Bruno dispara al mundo su pensamiento y también se prepara para cometer el error que le costaría la vida: piensa que en Italia van a cambiar las cosas y decide regresar. Primero va a Venecia, y finalmente pone los pies en la capital del catolicismo, Roma. La Inquisición, enterada de que Bruno está en la Ciudad Santa, decide ir a por él. Su siniestro mecanismo se pone en marcha y es detenido y encarcelado. Pasará ocho años en la cárcel de la Inquisición, ocho largos años en los que solo saldrá para asistir a juicios en los que ya todo estaba decidido. O no, porque los Inquisidores, con el cardenal Belarmino a la cabeza, aún le dan la posibilidad de retractarse, pero él decide no hacerlo. De este modo, será condenado a morir en la hoguera bajo la acusación de “herejía obstinada y pertinaz”. Bruno asume la pena con una sentencia que sigue resonando en el laberinto de la Historia: “Puede que a vosotros os cause más temor pronunciar esta sentencia que mí aceptarla”.
El 17 de febrero de 1600 lo sacan de su celda y lo conducen al Campo de las Flores. Se le desnuda y se le pone sobre la pira, pero antes de prender el fuego se le ofrece, con el fin de salvar su alma, besar un crucifijo: él quita la cara y con ese gesto pone punto y final. El fuego se enciende y el filósofo arde ante los ojos de los inquisidores y de todos los curiosos que se habían acercado a la plaza.
Un hombre del futuro
Era el fin del hombre pero el comienzo de la leyenda, ya que, en 1889, los estudiantes de Roma, a través de una campaña de suscripción internacional, encargan a Ettore Ferrari esculpir en bronce a Giordano Bruno. Con el apoyo del alcalde de Roma logran poner en la Plaza de las Flores la mítica escultura. La razón la dejan escrita en el pedestal: “A Bruno, de la generación que vislumbró, aquí, donde ardió la pira”. A día de hoy, todos los 17 de febrero, la fecha en la que el fuego sacó a Giordano Bruno de este mundo, la estatua asiste a una sorprendente peregrinación laica. Desde su ubicación, la estatua sigue enfrentándose desafiante al Vaticano. Puede que el tiempo y el devenir de la cultura le hayan dado la razón a Bruno, y que los que le condenaron ahora tengan más miedo que el que él tuvo al conocer su condena. ■ Gonzalo Muñoz Barallobre