
Se le considera uno de los poetas cuyas ideas, a caballo entre el Romanticismo y el Clasicismo, más hondo calaron en la tradición filosófica y literaria que le siguió. Aunque su obra no solo se compone de poesía, todo cuanto escribió está repleto de una fuerza poética en la que los conceptos de tiempo, belleza y espíritu cobran una especial importancia.
Con apenas 14 años, Friedrich Hölderlin (1770-1843) es enviado por su familia al seminario de Denkendorf para estudiar Teología. Será allí donde comience a redactar sus primeros poemas y donde descubre los libros de Schiller y Klopstock. Paulatinamente, a través de esas lecturas, encontrará su auténtica vocación. Como escribía en uno de sus ensayos (El punto de vista desde el cual tenemos que contemplar la Antigüedad), parece que no tenemos otra elección que aceptar lo que somos si no queremos ultrajarnos, falsear nuestro más íntimo yo. A este respecto, caben dos opciones: “ser oprimido por lo adoptado y positivo o, con brutal arrogancia, ponerse a sí mismo, como fuerza viviente, frente a todo lo aprendido, dado, positivo”.
Hölderlin culmina sus estudios teologales en 1793, aunque nunca ejercerá. Su único ministerio sagrado será el de la poesía: “Ser uno con todo, esa es la vida de la divinidad, ese es el cielo del hombre”, escribía en los primeros compases de su Hiperión.
Amistades de altura
Cuando, algunos años antes, en 1788, es trasladado al seminario de Tübingen, y tras sus primeras experiencias amorosas, funda junto a su colega Neuffer la “Liga de los Poetas”, mientras afianza su relación con dos futuros gigantes del pensamiento alemán: Hegel y Schelling.
Por aquel entonces, Hölderlin tiene puesta toda su atención en Kant y Rousseau, la Revolución Francesa y los antiguos griegos. Como explica Felipe Martínez Marzoa, “Hölderlin no va a la cola de Schelling y Hegel”, como podría pensarse en un primer momento, “más bien va por delante de ellos; pero Hölderlin no será filósofo, sino poeta”. De él diría más tarde Luis Cernuda: “Hölderlin, con fidelidad admirable, fue aquello a que su destino le llamaba: un poeta. Pero ahí nadie le ha superado en su país ni en otro país”.
En 1795, reunidos bajo la inspiración del propio Hölderlin –a quien acompañan Hegel y Schelling–, se forja un importante texto: el conocido como El más antiguo programa de sistema del idealismo alemán, en el que descubrimos las aspiraciones de tres mentes brillantes pero, más aún, de tres almas en busca de sentido. Esta tríada se pregunta en el programa: “¿Cómo tiene que estar constituido un mundo para una esencia moral?”, y responde, casi airada: “Solo lo que es objeto de la libertad se llama idea. ¡Tenemos que ir más allá del Estado! Pues todo Estado tiene que tratar a hombres libres como engranaje mecánico; y esto no debe hacerlo; por tanto, debe cesar”. Más tarde, en su Hiperión, Hölderlin escribiría: “No sabe cuánto peca el que quiere hacer del Estado una escuela de costumbres. Siempre que el hombre ha querido hacer del Estado su cielo lo ha convertido en su infierno”.
En el texto, además, se da un papel fundamental a la poesía, ensalzada como “maestra de la humanidad” y como el único arte que sobrevivirá a las demás. “El filósofo –concluyen– tiene que poseer tanta fuerza estética como el poeta” con el fin de constituir una “mitología de la Razón” para que, al fin, “ninguna fuerza sea ya oprimida”: “¡Entonces reinará universal libertad e igualdad de los espíritus!”.
Aspirar al Uno
Hölderlin mantendrá siempre, en todas sus obras, una curiosa relación con la palabra, en ocasiones incapaz de mostrar el fondo último de la realidad, pero, a la vez, verdadero instrumento del que hizo su profesión. Los escritos del poeta suponen el desarrollo, como apunta José Ignacio Eguizábal en Hölderlin no estaba loco (La Isla de Siltolá, 2013), “del Uno y Todo”. El proyecto de Hölderlin parece claro: “Ser uno con todo lo viviente, volver, en un feliz olvido de sí mismo, al todo de la naturaleza”. Una concepción a la que Hegel atribuiría también suma importancia en sus escritos de juventud: “La conexión de lo infinito y de lo finito es, sin duda, un misterio sagrado, porque esa conexión es la vida misma”.
En Hiperión, tal vez la obra más conocida, Hölderlin aclara a qué se refiere con la palabra “Todo”: “Su nombre es belleza”, es decir, la esencia de la belleza, de donde nace toda auténtica filosofía. Pero el Todo, a la vez, es “Una única, eterna y ardiente vida”. Una vida que nunca dudará en ensalzar incluso en los momentos más difíciles de su existencia. Y es que parece haber en nosotros una extraña ambición “irresistible a ser Todo, que, como el Titán del Etna, brota enojada desde las profundidades de nuestro ser”.
Cuando Hegel publica en 1807 su Fenomenología del espíritu, se produce la ruptura definitiva entre él y Hölderlin. Si Hegel consideraba que debía “contribuir a que la filosofía se aproxime a la forma de la ciencia, a la meta en que puede dejar de llamarse amor por el saber para llegar a ser saber real”, Hölderlin sigue haciendo uso de un concepto de filosofía muy cercano al entusiasmo y la inspiración, a lo sagrado, una actitud que Hegel no dudaría en tratar con cierto desprecio en el prólogo de su Fenomenología.
Muy al contrario, Hölderlin confesará que es esa ciencia tan ansiada por Hegel la que, en algún momento de su juventud, persiguió “a través de las sombras” con la esperanza de ver confirmadas sus “alegrías más puras”. Pero nada más lejos de la realidad, fue la propia ciencia y la ambición por saber “la que me ha estropeado todo”. El poeta desea volver a unirse con la hermosura del mundo –de la que se confesaba expulsado por “vuestras escuelas”, donde “me volví tan razonable”– y disfrutar en el “jardín de la naturaleza, donde crecía y florecía”. Todo porque, en frase de Hölderlin en Hiperión, “el hombre es un dios cuando sueña y un mendigo cuando reflexiona, y cuando el entusiasmo desaparece, ahí se queda, como un hijo pródigo a quien el padre echó de casa”.
Los años de locura
Tras ser “golpeado por Apolo”, como él mismo escribía, y un periodo de actividad casi febril (1803-1804), la locura se apodera del poeta hasta mostrarlo casi irreconocible a sus conocidos. Su amigo Sinclair, que luego se distanciará de él por problemas con la justicia, lo traslada en 1806 a una clínica de Tübingen; no mucho tiempo después la abandonará para marchar a la casa del ebanista Ernst Zimmer, donde vivirá hasta 1843, año de su muerte.
Hölderlin aceptó su locura como una cuita más, aunque fatal, de su vida. En una de sus Odas (Timidez) confirma la necesidad de amoldarse al destino: “Entra, pues, genio mío, desnudo en la vida/ y no te preocupes de nada/ lo que ocurra, ¡todo será en buena hora!/ Armonízate con la alegría, pues, ¿qué podría/ afrentarte, corazón, qué podría/ sucederte donde debes ir?”.
Dice Eguizábal: “La tentación natural parece considerar la locura un don, una señal divina”, posición que mantuvieron los primeros descubridores del poeta. Karl Jaspers “fue más lejos y seguramente estuvo más acertado cuando supuso que el comienzo de la demencia en su estado grave turbó las facultades creativas del poeta para exaltarlas”, de manera que la locura de Hölderlin le habría permitido arribar a “lugares-límite” en los que se presiente lo sagrado, lo sobrenatural. Incluso en estos años postreros Hölderlin no abandonó su máxima convicción: sin poesía nunca un pueblo podría haber sido filosófico. Una filosofía que no es más que llamamiento e inspiración íntimos: “Otorgado en su interior es a los hombres el sentido,/ hacia lo mejor él ha de guiarlos,/ esa es la meta, la verdadera vida,/ ante la cual más espiritualmente los años van contando”.