En una carta de 1928, Martin Heidegger reflexiona sobre su trayectoria filosófica desde que abandonó la escuela: “Desde entonces hasta Ser y tiempo parece haber sido un camino muy largo y enredado. Y sin embargo, todo se reduce a muy poco cuando comparo lo alcanzado con lo debido. Quizá sea la filosofía lo que muestra más insistentemente y obstinadamente la forma como el hombre es siempre un principiante. Filosofar, al cabo, no significa otra cosa que ser un principiante. Pero si en nuestra chiquillería conservamos la interna fidelidad a nosotros mismos y tratamos de obrar partiendo de ella, entonces también lo poco tiene que convertirse en bueno”.
Puede que este párrafo sea uno de los mejores —y más inteligibles— para entender cuál es la función de la filosofía para Heidegger. La filosofía es un constante volver a empezar, un asedio perpetuo a las mismas cuestiones o incluso a una única cuestión (pues para Heidegger “cada pensador piensa un único pensamiento”), un darse cuenta de que uno no sabe lo que creía que sabía y que uno debe replantearse a fondo sus presupuestos básicos, etc. Por eso, cuando filosofamos nos damos cuenta de lo que somos en esencia: principiantes. Filosofar sería algo así como un rejuvenecimiento constante, una insistente puerilización de nuestro espíritu, una obstinada “chiquillización” de nuestro ser. Si somos fieles a esa esencia, podremos hace algo bueno con nuestra vida, aunque los logros obtenidos sean pequeños.
¿Filosofía o retórica?
Para muchos filósofos –especialmente si son alemanes, franceses, italianos o españoles, es decir, si pertenecen a eso que se conoce como la filosofía continental–, Heidegger es el filósofo más grande del siglo xx, y Ser y tiempo la obra más importante de la pasada centuria. Por ejemplo, Hans Jonas, uno de sus discípulos más conocidos, escribía en 1987 que “Heidegger fue sin duda el pensador filosófico más relevante que Alemania tenía en aquella época. Quizá se pueda decir que el pensador filosófico más importante de este siglo” (o incluso sin el “quizás”). Y Hanna Arendt, que también fue discípula suya, escribía en 1969 que “el pensamiento de Heidegger ha determinado de manera decisiva la fisonomía espiritual del siglo”. Otros todavía son más categóricos si cabe, como Alain Badiou, que afirma sin titubeos en el libro Heidegger: el nazismo, las mujeres y la política, publicado por Amorrortu el pasado año, que “Heidegger es el filósofo más grande del siglo xx”.
Por el contrario, para los filósofos analíticos —aquellos que trabajan en Norteamérica, Reino Unido o Inglaterra—, el juego de palabras de Heidegger no sería más que un “galimatías intraducible” (en palabras de Mario Bunge), el típico ejemplo de discurso narrativo propio de una filosofía retórica (según Nicholas Rescher), y su estilo reflejaría mejor que ninguno el tipo de filosofía que hay que evitar, alejada de la lógica y de la investigación científica.
Uno de los filósofos que fue más crítico con Heidegger fue Jonas Cohn, un profesor judío de orientación neokantiana. Zimmermann transcribe algunas de las atinadas reflexiones que éste escribió en sus diarios: “Suena muy profundo que la nada nadea, que el tiempo se temporea, pero el único sentido que puede encerrarse en ello es que hay que pensar la nada y el tiempo en acto, pues al ser abstractos, ni el propio Heidegger pretenderá afirmar que la nada y el tiempo ejerzan actividades”. Para Cohn, estas tesis no son más que tautologías vacías y una deformación del hablar.
Su perspicacia a la hora de diagnosticar las deficiencias de este enfoque no tiene parangón: “Formalmente: retórica que se esconde tras la simplicidad. Forzamiento de los oyentes, que la mayoría de las veces quieren ser forzados. […] Método: etimologizante. Tomar las palabras en su significado primordial […]. No hay ocasión para examinar, detenerse, reflexionar. Ninguna demostración, ni deducción, ni inducción. No se piensa que la dialéctica tiene que tener una infraestructura de lógica elemental, que la distinción tiene que preceder al desarrollo”. Para Cohn, la filosofía de Martin Heidegger “no es escolástica, sino mística”.
Martin y Hanna
Quizás donde mejor podemos conocer al “auténtico” Heidegger sea en su correspondencia, como la que intercambió con la pensadora Hanna Arendt (Herder, 2000), con el filósofo Karl Jaspers (Síntesis, 2003), con su mujer Elfride (Manantial, 2008) o con el teólogo Rudolf Bultmann (Herder, 2011). Por ejemplo, gracias a la reciente publicación de la correspondencia con Hanna Arendt, sabemos que Heidegger mantuvo un apasionado idilio con ella desde 1925 hasta 1929, como demuestran muchos de los poemas y cartas incluidos en el libro. Él era su profesor, estaba casado y tenía 36 años; ella era su alumna predilecta y tenía 19. Quizás su historia debería formar parte de las grandes historias de amor, como la de Abelardo y Eloísa, sobre todo desde que Catherine Clément la convirtió en novela en El juego de la verdad (Grijalbo, 2003). O quizás no, pues el epistolario entre Heidegger y su mujer ha desvelado que este tuvo otras muchas alumnas-amantes y que el hijo de Heidegger en realidad no era suyo, sino de un amante de su mujer.
“Tú y tu amor formáis para mí parte de mi trabajo y de mi existencia”, le desvela el filósofo el 23 de agosto de 1925. Y ella le confiesa en 1929, antes de casarse con Günther Anders: “no me olvides y no olvides hasta que punto y con qué profundidad sé que nuestro amor es la bendición de mi vida”. Su historia de amor frustrado perdurará a lo largo del tiempo, pues incluso en 1969 ella le escribe en una dedicatoria aparte a La condición humana (Paidós, 2005): “La dedicatoria de este libro ha quedado fuera. Cómo dedicárselo a usted, al más firme, a quien he permanecido fiel e infiel, y siempre enamorada”.
Otros intérpretes ven esta relación con otros ojos. Según la profesora Ettinger, “Heidegger encarna al despiadado depredador que se lleva a la cama a una ingenua, vulnerable y joven estudiante, a la que abandona una vez que ha servido a sus propósitos”. Mark Lilla recoge estas impresiones en su fascinante libro Pensadores temerarios (Debate, 2004). Ettinger ve a Arendt “como una víctima que colabora en su propia humillación, ya que es despreciada y rechazada por Heidegger, el hombre, y esclavizada por el pensador, que la utiliza para promocionarse, a pesar de su apoyo intelectual a Hitler”.
El mago de Messkirch
Cuando Heidegger cumple 80 cumpleaños, Hanna Arendt escribe un célebre texto –incluido también en su correspondencia con su maestro– que puede servirnos para entender el embrujo que produjo entre la juventud alemana de entonces. “La fama de Heidegger es anterior a la publicación de Ser y tiempo en el año 1927, y hasta es cuestionable que el extraordinario éxito de este libro sin el éxito pedagógico que le precedió”.
Por aquellas fechas, Heidegger era “poco más que un nombre, pero el nombre recorrió toda Alemania como el rumor sobre un rey secreto” que llevó a decenas de alumnos a Friburgo y luego a Marburgo a escuchar a ese profesor. Arendt cuenta que en sus clases, “lo decisivo era que no se hablaba, por ejemplo, sobre Platón ni se explicaba su teoría de las ideas, sino que se seguía paso a paso un determinado diálogo durante todo un semestre y se cuestionaba hasta que ya no quedaba una doctrina milenaria, sino una problemática de suma actualidad». Arendt no escatima elogios: “El rumor lo decía de manera muy simple: el pensamiento ha vuelto a cobrar vida, los tesoros de la cultura del pasado se ponen a hablar. […] Existe un maestro; quizá se pueda aprender a pensar”. La pensadora judía reconoce que ella aprendió a leer con Heidegger, y poco antes de morir le confiesa en una carta que “nadie lee ni ha leído nunca como tú”.
El caso Heidegger
En 1933 Heidegger se hace miembro del partido nazi, poco después de que estos suban al poder en Alemania. Ese mismo año será elegido rector de la Universidad de Friburgo, donde dictará una célebre conferencia, La autoafirmación de la Universidad alemana, en la que, según Lilla, “de manera explícita ponía su vocabulario técnico al servicio de la penetración nazi en las universidades”. El texto se hizo muy popular por esas fechas, hasta el punto de que Karl Löwith, que fue uno de los primeros en comprender la trascendencia del compromiso nazi de su maestro, llegó a preguntarse si el discurso abogaba por estudiar a los presocráticos o por alinearse con las tropas de asalto. El infame discurso terminaba con las palabras de La República de Platón: “todo lo grande emerge en el asalto”. Lema que, según cuenta Víctor Farías en su último libro Heidegger y su herencia (Tecnos, 2010), él ha visto recientemente en pancarta de manifestaciones neonazis. Según la exposición de Farías, diversos movimientos ultraderechistas de todo tipo están reivindicando hoy día el pensamiento de Heidegger. No hay que olvidar tampoco que “el filósofo más grande del siglo xx” llegó a afirmar sin rubor: “No dejéis que las doctrinas e ideas sean vuestra guía. El Führer es la única realidad alemana presente y futura, y su ley”.
Farías ya había levantado una gran polvareda en 1987, cuando publicó Heidegger y el nazismo (Muntaner, 2009) y se planteó una vez más la cuestión de si el nazismo de Heidegger era algo esencial a su filosofía o solamente un error coyuntural, producto de la ingenuidad política y de un carácter. Entre los que piensan que el nazismo de Heidegger es esencial a su filosofía se encuentran Löwith, Adorno y Habermas, después Ferry y Renault con Heidegger y los modernos (Paidós, 2001) o Bourdieu con la Ontología política de Martin Heidegger (Paidós, 1991), y en la última década un número creciente de investigadores, entre los que destacamos a Richard Wolin, Mark Lilla y Emmanuel Faye, aunque también podríamos citar a Jeff Collin, con Heidegger y los nazis (Gedisa, 2004) y a Julio Quesada —el único de los filósofos españoles que se ha atrevido “a matar al padre”—, con su magistral Heidegger de camino al Holocausto (Biblioteca Nueva, 2008).
Entre los que piensan que el nazismo de Heidegger solo fue un desgraciado error y que no afecta de manera profunda a su filosofía se encuentran los heideggerianos más acérrimos, como Beaufreut y Fédier, o el inefable Derrida y su cohorte de seguidores. Hoy en día siguen defendiendo esta postura, a pesar de los numerosos datos que existen en contra, Marcel Conche en Heidegger en la tormenta (Melusina, 2006) y Philippe Lacoue-Labarthe en Heidegger: la política del poema (Trotta, 2007).
Karl Löwith fue uno de sus discípulos que primero reflexionó sobre el nazismo implícito en la “filosofía” heideggeriana, y en Mi vida en Alemania antes y después de 1933 (Machado Libros, 1993) cuenta que cuando se encontró con Heidegger en un congreso en Roma luciendo una insignia nazi en la solapa, éste le comentó que su “apoyo al nacionalismo estaba en la esencia de su filosofía” y que algunos conceptos de Ser y tiempo habían inspirado su compromiso político.
Por su parte, Karl Jaspers, un filósofo de la misma generación y orientación filosófica que Heidegger pero con una trayectoria política, le preguntó en 1933 si creía que un hombre tan poco preparado intelectualmente como Hitler podría gobernar Alemania, y éste le contestó lo siguiente: “La cultura no importa. Mira sus maravillosas manos”, cuenta Mark Lilla en Pensadores temerarios (Debate, 2004), un excelente ensayo para conocer los estragos de los filósofos cuando se meten en política. Quizás no exista otra anécdota que pueda reflejar mejor la irresponsabilidad política del filósofo. En los años cincuenta, al leer las cínicas autojustificaciones e irresponsables especulaciones políticas de sus cartas, Jaspers llegó a la conclusión de “que Heidegger era irredimible, como hombre y como pensador. Para él no era en absoluto el modelo de lo que un filósofo debía ser, sino un antifilósofo demoníaco, consumido por peligrosas fantasías”.
Para Richard Wolin –que ha escrito tres libros sobre esta cuestión–, está claro que Heidegger fue un nazi recalcitrante que quería “situar la Revolución Nacional Alemana sobre una base ontológica y no biológica”, nos explica en su magistral Los hijos de Heidegger (Cátedra, 2003). Según Wolin, Heidegger creía entender el nazismo mejor que los propios nazis. Una vez le dijo a Ernst Jünger que Hitler le había defraudado, y que por eso le debía una disculpa. Con esto quería decir que no era él quien se había equivocado al dar su apoyo a los nazis, sino que era “el propio nazismo el que se había extraviado al no estar a la altura de sus verdaderas posibilidades filosóficas”. La arrogancia de Heidegger era tan grande que pensaba que él debía “proporcionar al movimiento nazi la correcta dirección filosófica, y de este modo «conducir al director» (den Führer führen)”.
Igual que Carl Schmitt o Ernst Jünger, Heidegger estaba plenamente convencido de que el fascismo era la única alternativa al liberalismo y hasta el final de sus vidas siguió pensando que el fascismo era la única posibilidad real de salvarnos del nihilismo europeo (recodemos aquella frase de su última entrevista, “sólo un dios puede salvarnos”). “Ni siquiera en sus posteriores excusas y autojustificaciones —escribe Wolin— trató jamás de ocultar su convicción de que la toma del poder por los nazis fue un paso esencialmente constructivo que, lamentablemente, no estuvo a la altura de sus posibilidades metafísicas puras. A su juicio, las deficiencias empíricas del nacionalsocialismo dejaron incólume su «esencia» histórica”. Es lo que este autor denomina como el “nacionalsocialismo ontológico” de Heidegger.
Führer espiritual
El más contundente de todos sus críticos es Emmanuel Faye, que con su demoledor Heidegger: la introducción del nazismo en la filosofía (Akal, 2009) barre toda posibilidad de seguir defendiendo que el nazismo de Heidegger fue pasajero y sin relación con su obra filosófica. Las investigaciones históricas de Hugo Ott y Víctor Farías ya mostraron en su momento que esta tesis era falsa, pero el estudio de Faye –que continúa el trabajo emprendido por su padre, Jean-Piere Faye, en El siglo de la ideología (Serbal, 1998)– sobre dos seminarios inéditos de los años 30 demuestran de manera rotunda que “estos escritos no pueden aislarse del resto de la obra de Heidegger. Más bien nos desvelan el fondo más íntimo y más oscuro de una «doctrina» a la que permaneció fiel hasta el final y que se identifica con los fundamentos mismos del nacionalsocialismo”. El estudio de estos textos “pone de manifiesto que la realidad del nazismo no solo marcó el lenguaje de Heidegger, sino que inspiró y alimentó profundamente su obra, de tal manera que es imposible separarla del compromiso político de su autor”.
Entonces, ¿podemos seguir hablando de que Heidegger es un gran filósofo? Faye no puede ser más rotundo: “un autor que hizo suyos los fundamentos del nazismo no puede ser considerado un filósofo”, ya que “la filosofía tiene por vocación servir a la evolución del hombre”. Como consecuencia de ello, “una obra de esta naturaleza no puede continuar figurando en las bibliotecas de filosofía: debería ser reubicada en los fondos de historia del nazismo”. ¿Cómo podríamos considerar filósofo a quien intentó ser el Führer espiritual del nazismo y que la dominación nazi durase cien años? ¿Cómo podríamos considerar el filósofo más importante del siglo xx a alguien que defendía un “negacionismo ontológico radical”, al dejar entender que nadie murió en los campos de exterminio porque “ninguno de los que allí fueron exterminados portaban en su esencia la posibilidad de la muerte”? La conclusión de Faye no puede ser más explícita: “Heidegger se nutrió íntegramente de un nacionalsocialismo al que sirvió de manera integral, hasta el punto de querer introducir en la filosofía los fundamentos racistas del hitlerismo”. ¿Qué debemos pensar, pues, sobre el mayor filósofo del siglo pasado? Quizás la respuesta la encontremos en una frase que escribió el propio Heidegger y que deberíamos meditar: “Si pensamos a lo grande cometeremos grandes errores”.❖ Gabriel Arnaiz